El imponente valor de la muerte en nuestra vida



Capítulo XXVIII

El imponente valor de la muerte en nuestra vida

Desde el preciso momento en el que somo engendrados, tenemos una fecha de caducidad, si bien totalmente incierta, sí, inequívocamente inexorable. El ser humano, desde que se ha podido estudiar, siempre ha rendido culto a sus muertos y en todas las culturas y religiones, se vive preparándose para llegar a la muerte, siendo digno para dar el paso al más allá. Sin entrar en valoraciones culturales o religiosas, ni tan siquiera, valorar toda la historia del ser humano, empíricamente hablando, la muerte forma parte continua y paralelamente del rumbo de nuestras vidas, puesto que comprendemos el sentido de la muerte, vivimos buscando dar sentido a nuestra existencia e intentando permanentemente, evitar y burlar la llegada de la “Parca” a buscar el último suspiro de nuestro ser.

El problema de tener tan presente nuestro fin, es que muchísimas veces, más por inconsciencia que por premeditación, descuidamos el disfrutar del momento que comenzó un día cuando un ovulo acepto la entrada de un espermatozoide, creando así, el primer vestigio de lo que será, unas cuarenta semanas después nuestro yo. Esa falta de consciencia de aprovechar cada instante de nuestra vida, nos da directamente en la cara cuando perdemos un ser querido, en ese instante y aunque sea por no demasiado tiempo, aprendemos que tendríamos que comenzar a preocuparnos más por vivir la vida, que por intentar esquivar la muerte. Como digo, aunque ni yo tenga muy clara la razón, ese sentimiento de exprimir la vida, suele durar poco, las rutinarias jornadas del día a día, el estrés al que estamos sometidos, la falta de seguridad en nosotros mismos o la falta de ambición a la hora de fijarnos objetivos para poder saborear los pequeños detalles y explotar al máximo las grandes emociones de este, casi inaudito regalo que es la vida, acaban por volver ha pensar más en lo que nos espera después de ella que en limitarnos a vivirla sin más.

Puedo entender que la necesidad de esperanza en un más allá, una vida después de la vida, más que por nuestra continuidad, por reencontrarnos con seres queridos, sea lo que nos induzca a retomar continuamente la fijación con el final de nuestro camino. Lo que se me hace más complicado de entender, es que no nos demos cuenta de que tan importantes son los integrantes más íntimos de nuestras vidas, hasta que no los tenemos, de no prestar más atención a todas las pequeñas cosas que pueden unirnos con otras personas, hasta que no le vemos el hocico al lobo. La vida es un camino, que equivocadamente, se nos antoja recto hacia la muerte, el error de pensar eso nos lleva a no dar importancia a menudencias, pensando que una vez pasadas, nunca más se nos volverás a cruzar en nuestra senda. Craso error, puesto que la vida, no es más que un inhóspito sendero, con subidas y bajadas, con curvas imposibles, con soporíferas rectas y parábolas que hacen que una situación concreta, se repita casi de forma gemela, varias veces, provocando continuos enfrentamientos con la realidad más dura y todo por el hecho, de prestar más atención a nuestro futuro más lejano que al terreno que pisamos en el momento. Ciertamente, tenemos la necesidad imperiosa de vivir mucho, para así, supuestamente, aprovechar más nuestra estancia de prestado en esta insignificante etapa que representa la vida de un ser humano, comparada con la existencia del universo en el que vivimos, es por tanto nuestro mismo ego, el creer que, por el mero hecho de que hemos existido ya tenemos que ser pieza importante en el tablero de la creación, la que nos impide ver, que desaprovechamos continuamente la singularidad de nuestra insignificancia, porque aunque habiendo existido no seamos más que una mota de polvo en un desierto infinito, si que podemos y debemos ser molde para quienes nos sucedan, como han hecho nuestros antecesores, por lo tanto, el tener más consciencia de la vida, el prestar más atención, el dedicar más tiempo a nuestro entorno y sobre todo en pretender aprovechar el instante, sin necesidad de programar constantemente el tiempo restante, puede ayudarnos, en gran medida, a cocinar un futuro mejor para quienes, dentro de unos años, se verán irremediablemente, con la misma necesidad de dar un sentido material a su existencia y que con un empujoncito de nuestra parte, pueden darle un sentido más inmaterial que sirva para obtener una vida, pensando más en vivirla, que en el momento de abandonarla.

Con todo esto, también es de justicia decir, que no se trata de no buscar consuelo en una supuesta vida después de la muerte, en un reencuentro con nuestros seres queridos, en que haya o no un más allá, aunque un humilde servidor no crea en otra vida después de esta, el respeto por las creencia, por las religiones y por miles de años de culto a la reencarnación que, unánimemente, existe en todas las culturas y en todos los tiempos del ser humano, debe ser tan pulcro como de necesaria meditación en él. Ya no tan solo por el mero hecho del respeto en sí, sino porque de hecho, en cierta forma, nuestra energía al exhalar el último soplo de aire, no desaparece, no se esfuma en la nada, se transforma, pasamos a formar parte de algo más grande ya que, una vez nuestra vela se apaga definitivamente, empezamos a ser parte del ecosistema. Nuestra energía, la que un día nos hacía caminar, la que servía para impulsarnos por la vida, vuelve a entrar en el bucle de la misma, convirtiéndose en la base para conformar otras vidas y, quien sabe, en un futuro, volver a ser la impulsora de otro ser humano.

En definitiva, la muerte es una sombra que nos acompaña desde antes incluso de nacer, queramos o no, por mucho que evitemos pensar en ella, a cada momento nos la encontramos de frente, amigos, familiares, conocidos, también diariamente en las noticias. Lo que sí se puede, es cambiar es nuestra relación con ella, nuestra manera de gestionarla y de encararla, de medirnos a ella, de tenerle miedo o simplemente, de respetarla, estas pequeñas diferencias, conformarán nuestra forma de vida, de aprovechamiento de los momentos y de las personas, de poner o no, freno a nuestros sentimientos hacia nuestros iguales. No es cuestión de religiones, ni de ser empíricos, la cuestión es tan simple como decidir si dedicar parte de nuestra vida a pensar más en como será la vida después de la muerte o por el contrario, dedicarnos a disfrutar de ella mientras la tengamos y sobretodo, disfrutar de los que la comparten con nosotros durante el camino de la misma.

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